jueves, 26 de junio de 2008

De la validez de la tradición

Otra vez, buenas noches.

Hablaba yo ya el otro día de que llegan tiempos de alegría y de sol para todos: la oscura noche se acorta para dejar paso a un día más largo y aprovechable, aunque también de mayor temperatura. Y eso parece que nos conforta, al que más y al que menos, especialmente en momentos de ocio. Seguramente, también el que mas y el que menos, estemos esperando alguna fiesta concreta, algún evento social con el que abstraerse, o simplemente, escapar de lo común. Saltan al ruedo multitud de tradiciones, comenzando con las hogueras de San Juan, celebradas en casi toda España el pasado lunes por la noche; hasta el realizar el camino de Santiago para culminarlo el 25 de Agosto. Pero sin duda alguna - y dejando a un lado el indigesto Grand Prix del Verano, que vuelve a las autonómicas, entre ellas la extremeña, para abrasar neuronas un año más - abundarán en estas fechas las fiestas en las que los toros son en mayor o menor medida protagonistas. El rito del que hablaba en el comentario de hace unos días volverá a consumarse, y, un año más, muchos no se paran a pensar en qué es lo que se ha hecho. Se dirá, entonces, que se ha cumplido la tradición.

Y es que, sea verano o sea invierno, el mundo del toreo es algo que, aunque a veces desapercibido, sigue con nosotros desde el siglo XII (según Wikipedia). De cuando en cuando, con menos frecuencia seguro que hace muchos años, un hombre vestido con un traje que, aunque yo esté claramente en contra de criticar las vestimentas de nadie, es verdaderamente hortera y feo; un tio que con esas fachas parece un chorizo embutido, sale a un circo de arena saludando al personal, que aplaude mientras aquel se pavonea. Se sitúa en su sitio, se arma de un par de pinchos y espera a que salga un toro para asesinarlo lentamente, eso si, haciendo alguna filigrana con un trapo rojo con el que llama la atención del animal mientras intenta clavarle las banderillas, enfilándolo hacia la muerte. Sin duda, todo un espectáculo.

Han sido muchos años los que han estado teñidos de sangre o de arte, de muerte o de vida, de rojo o de oros, según se mire, en esos circos llamados plazas de toros. El hombre del que les hablo, el torero. Valiente para unos, si se tiene en cuenta que se enfrenta a un animal mucho más pesado que el y con instintos incontrolables para defenderse y controlar su vida; cobarde para el resto, si se tiene en cuenta que la lucha es clarísimamente desigual, ya que el valiente encara al animal protegido con mayas metálicas propias del traje y vigilado por asistentes que, muy valientemente, se esconden tras unas tablas rojas con numeritos. El juego, dulce para unos, si se tiene como un baile con la muerte que el toreo ejecuta a golpe de verónicas y pases maestros de gran vistosidad. Cruel para el resto, que ven como un animal es asesinado con lentitud, dolor y alevosía, desde las primeras banderillas hasta la estocada final, momento en que una espada fría atraviesa la médula de un ser que nació para morir. En resumidas cuentas, toda una controversia.

Mi posición con respecto a esto de los toros, a esta tradición que no tengo ni la más remota idea acerca de cuál es su procedencia, ni mucho menos su significado, es totalmente negativa. Me parece algo sangriento, cruel, asqueroso y, desde luego, innecesario en estos tiempos en los que para divertirnos podemos hacer de todo. ¿Que te apetece ver sangre, por algún transtorno psicológico grave? Te vas al cine, pagas esos 5 pedazos de euros que duelen (4 si vas con carné universitario) y ves REC (la de más actualidad así sonada) o Saw (1, 2, 3... y las que queden). ¿Que te apetece ver gente haciendo filigranas? Te pones el telediario, a ver si sale Fraga moviendo la pelvis mientras intenta andar. ¿Que te gustaría ver gente pegándose porrazos? Jackass, ya que lo hacen para que la gente se entretenga, palos con gusto no duelen. Y en ninguno de los casos se hará daño de forma repugnante a un animal, a un ser vivo que, como dotado de un sistema nervioso corriente y moliente que está y, quizás, de sentimientos (casi que no lo dudo), sufre una tortura que pone fin a su vida a las cinco y media de la tarde tras un largo rato de calvario.

Cuando critico esto, me dicen que hay que mantener la tradición. Y es que hay muchas cosas que se llaman tradición, y que son claramente negativas para el desarrollo de una sociedad sana. Es tradición en Filipinas, como ya cité en el comentario de esta Semana Santa (Tiempo de Cirios), crucificar a tres o cuatro presos todos los años a cambio de la libertad el Viernes Santo. Volviendo a mi regla, me pregunto: ¿Me gustaría que me crucificaran? La respuesta, obvia, me lleva a ponerme claramente en contra de algo así, y menos si se pone esto como condición para la libertad de una persona, haya cometido el delito que haya cometido. Es tradición en no se cuál religión derivada del islamismo el golpearse la cabeza con el filo de un cuchillo durante una procesión en honor a no se qué militar o líder religioso muerto en combate cuando se cumple el aniversario de su muerte. Desde luego, esto no tiene parangón (la fe mueve montañas, pero sobre las religiones ya hemos hablado y hablaremos), y desde luego no hace falta que meditemos mucho acerca de si esta tradición debería seguir en activo. En algunas tradiciones, como verán, unos ganan (los católicos sádicos filipinos que dirigen tal evento; los mandatarios religiosos de esa variante que digo no conocer, que observan cómo sus fieles están completísimamente sometidos y disponibles para ser manejados), y otros pierden (aquellos a cuya libertad se puso ese morboso precio; y a los que se les arrancó de cuajo cuando desde pequeños les inculcaron en la cabeza un cuento chiíno que, aunque ellos no lo vean, les ha privado de muchas cosas). Y en la tradición de los toros, volvemos a lo mismo. Gana el torero: fama, dinero, mujeres... Pierde el toro. El quid de la cuestión estaría, quizás, en que el animal es precisamente eso. Un animal. Un ser al que, efectivamente, se causa dolor. Y no se puede negar que lo sienta. Y de cuestión a cuestión, interesaría tratar hasta que punto siente, se relaciona con su entorno, y, en resumidas cuentas, merece el sacrificio.

¿Tienen perro? ¿Si? Si es así, mírenlo. Llámenlo, por su nombre, como seguro acostumbran. Chocheenló, como casi afirmaría que hacen de cuando en cuando. Mírenlo a los ojos. Es un ser vivo que menea la cola porque le ha visto. Sí, usted es la mano que le da de comer, pero incluso cuando está satisfecho y le ve, el animal mueve la cola en señal de alegría. Yo tengo un perro y les aseguro que no soy la mano que le da de comer. Cuando he vuelto a casa después de dos meses en Salamanca, no solo se acordaba de mi sin perder detalle, sino que saltaba de alegría y se me tiraba encima, moviendo la cola y queriendo jugar. Para mi que algo sienten por nosotros. Bien, ahora piensen que El Fandi llama a su puerta con su traje huertero, les da las buenas tardes, sale a su salón y, con un capote rojo, empieza a clavarle banderillas. El perro, que puede hacerlo y además en alto, chilla. Pero el espectáculo no se detiene. Usted oye aplausos, y nuestro amigo Fandi sigue con la idea de pinchar al perro como si fuera una aceituna. Recuerde que no puede hacer nada. Otra, y otra, y otra. Las lágrimas caen por la peluda cara de su perro, quien le mira con terrible cara de pena como diciendo ¿por qué me haces esto? Y, después de unos clarines y timbales, llega el auge. Su perro agacha la cabeza y ya no se defiende del cansancio. Vencido, acepta su destino. Fandito coge el estoque y...

Aplicado a un perro es fácil de ver lo dañino que resulta un espectáculo de esta índole. Quizás piensen ustedes: este tío tiene más salidas que una plaza de toros (nunca mejor dicho). Pero es así. Perro y toro son animales. Si del perro nos da una terrible pena ¿por qué del toro no? Imaginen que una especie extraterrestre evolutivamente superior viene y hace lo mismo con nosotros... Todo está en ponerse en el lugar del otro, aunque sea un animal. Algún día, por cierto, hablaremos de una idea que pienso yo acerca de eso a lo que llamamos alma, y de cuya naturaleza sabemos lo mismo que de la muerte. Un adelanto: lo que llamamos corazón quizás sea algo más mental, y que dependa mucho del grado de desarrollo del encéfalo. Y ahora alguno tendría ganas de decirle a un servidor: ¿eso justificaría el matar a una hormiga, por ejemplo? Le respondería primero que, en base a esa idea mia, la hormiga no sufriría tanto, y desde luego no habría ese abanico de posibilidades de tortura. Segundo, que si se matan hormigas es porque molestan al ser humano donde están, y no creo que los toros molesten subiéndosete en las piernas y dándote mordisquitos minúsculos. Tercero, si cada vez que ves una hormiga, sea donde sea, te da por pisarla, quizás tengas algún problemilla psicológico. No sé donde recuerdo haber oído que eso de matar animalitos pequeños por placer no es nada sano...

Otros, en esas discusiones, me alegan (ya acabo, en serio), las siguientes razones:

1. La gente va a ver los toros para disfrutar de los pases maestros, verónicas y filigranas del maestro torero. Puede ser que sí, pero esas filigranas se realizan con el fin de aumentar la tortura del animal y llevarlo con ''elegancia'' a la muerte. Puede resultar bonito ver a ese señor haciendo esas cosas con el trapo rojo, pero estoy casi seguro de que si el mismo movimiento lo realizara, milímetro a milímetro, sin toro delante, o con un animal mecánico o estos carritos con cuernos que dirige un asistente, la gente no iría a las plazas a torrarse durante el espectáculo, y el ''maestro'' tendría que ponerse a barrer calles o pintar paredes a la que salta (o de albañil, o a estudiar...), como el resto de la gente decente. Por otro lado, decir que el daño es el mismo. El toro muere, y lo mismo da romper un billete de 500 euros uno mismo o que te lo rompa pozí vestido de sevillanas zapateando Al Rocío por bulerías. El billete se ha roto igual, el daño se ha hecho igual, he perdido ochenta y dos mil pesetas igual.

2. De no ser por el toreo, el toro bravo se extinguiría. Es muy probable, pero creo que el toro preferiría extinguirse. Y si mal no voy, el toro de lidia no es siquiera una especie como tal, sino una raza perteneciente de la especie Bos taurus, y razas de toros, siempre según wikipedia, hay muchas. Además, seguro que podía encontrarse utilidades a la raza que evitarían que algo que, verdaderamente, es único, se echara a perder; o si no, utilizar reservas naturales como se hace para gran cantidad de aves. Aunque si nos ponemos así, quizás fuera mejor la extinción.

3. El toro no siente dolor en el ruedo, que lo ha dicho un veterinario de la Complutense de Madrid. Parece mentira que haya gente que pueda creerse la traca que mete este señor, para el cual existiría una diferencia abismal entre la fisiología del toro y la del propio ser humano. Según el lumbreras, el toro segrega endorfinas que hacen que disminuya su estrés en la plaza hasta límites situados muy por debajo de lo que podemos pensar. El péptido opioide (la endorfina) también es segregado por el sistema nervioso del ser humano en situaciones de dolor, aunque también se estimula por actividades placenteras como el simple hecho de reirse. Según esto, e imaginándome que este tío será, seguramente, cristiano hasta la médula, podría el caballero afirmar que Jesucristo no sufrió tanto como la gente se piensa en la cruz. Pues ahí rompo una estaca en favor de Jesucristo y le rogaría a este acérrimo defensor (basta con ver la foto que le han puesto en El Mundo) de la desgraciadamente llamada ''fiesta nacional'' (que se nos conozca en el mundo por algo así, véase la postal que nos metieron en eurovisión antes de salir al ruedo Chikilicuatre, es algo bastante triste), que se ponga en el lugar del toro. Seguro que ve una aguja un poco grande y se caga de miedo, cuanto mas unas banderillas. Seguro, caballero mio, que ni con todas las endorfinas que su sistema nervioso pudiera secretar en el momento en el que le clavasen un estoque en la médula (no le reserve el destino algo tan cruel), evitaría mearse en los pantalones del miedo y del dolor, y de la sensación psicológica de sentirse humillado delante del personal. Su ''estudio'' me lo paso yo y mucha gente por el mismísmo orificio anal.

Es solo una de muchas tradiciones que deberían ser revisadas para crear un mundo mejor. En esta vida tenemos que tender al bien, y las tradiciones son algo que se presentan como inmutables en el tiempo. Y habrá tradiciones buenas, como el reunirse en la mesa con la familia por Navidad (que bien podría hacerse esto sin motivos religiosos en esa misma fecha); y otras malas. Las buenas, conservarlas y protegerlas; las malas, erradicarlas o modificarlas. Pero la gente está tan dormida, tiene los ojos tan cerrados, que muchos se han comido lo que sus padres y su entorno infantil o adolescente le han endosado con cuchara y tenedor haciéndole ver que es lo bueno y lo normal, y no son capaces de reflexionar sobre lo que le rodea. Es algo psicológico.

En fin, disfruten de San Fermín si es que les gusta, que al menos es una fiesta en la que la lucha hombre-toro es igualitaria (los corredores no van armados hasta las piezas dentales) y el toro no sufre daños siempre que no haya ningún gilipollas de por medio. Y si el hombre los sufre, dado que al estar dotado de razón se entiende que si asiste al evento lo ha hecho por voluntad propia, que se joda...

De nuevo, palos con gusto no duelen. Buenas noches...

viernes, 20 de junio de 2008

Cambios

Buenas noches, y feliz verano.

Es el primer cambio que va a traerme la vida en los próximos diez días. El calor, las canciones chiringuiteras fruto de un cruel asesinato neuronal pandémico, las mangas cortas y la gente en bañador por las calles, la necesidad imperiosa de cubrirse completamente con un volumen de agua dulce o salada... El ciclo de vida se cumple un año más, y el sol vuelve a hacernos salir de casa como lagartos... o a quedarnos refugiados en ella para evitarlo. El rito comienza de nuevo.

Si les soy sincero esta noche, cuando pongo punto y final - o casi - a mi primer año de estancia en Salamanca como estudiante de Farmacia, hasta la fecha frustrado simplemente como botánico (ya nos veremos en Septiembre, mala pécora...), les puedo reconocer que me apabullan un poco los cambios. Sobre todo si la cosa está bien y corre el riesgo de escorar a mal, porque ya se sabe que mejor lo malo conocido... Cuando no tienes nada que perder, cuando la situación no puede ir a peor, cualquier cambio podría ser satisfactorio y te lanzas sin ninguna valentía y con facilidad a la aventura que es la vida, y a ver que pasa; pero cuando has conseguido, como es mi caso, cierta estabilidad mental, física y social después de años buscándola, parece lógico tragar saliva con dureza ante lo que venga. Y es que el principio puede plantearse dulce: vuelves a casa después de dos meses sin pisarla y sin ver a los tuyos, y sabiendo que es verano, habrá más tuyos que de costumbre allí (que si el primo de Azuqueca por aquí, que si la tía de Madrid por allá... vamos, el típico fenómeno de vuelta a casa del inmigrante extremeño), has acabado las clases y sólo te queda estudiarte botánica y, si acaso, trabajar como profesor particular de química... Pero lo peor vendrá después: tus amigos se olvidan de tu cumpleaños (que no se de qué me quejo, si soy yo el primero al que se le pasan esas cosas) y, básicamente, se olvidan de que existes. Además, es evidente que, con el fin de curso, habrá movimiento de masas: unos se van para no volver porque acaban la carrera o les queda poco. Otros repiten asignaturas y el tiempo que pasarás con ellos se reduce drásticamente. Los de más allá se mudan de ciudad, de carrera, de piso... etcétera. Y lo que está claro, y quizá me deja un poco inquieto, es que al volver en Septiembre las cosas no serán iguales.

Visto lo visto, cabe preguntarse si resulta positivo que en la vida se experimenten cambios. A priori, tal y como lo he planteado resulta un poco deprimente pensar en cambios, especialmente cuando se está a gusto con uno mismo y con los que te rodean. Puede ser desolador pararse a pensar en lo que perdemos: el que se va, el que repite, el que se muda de X a Y... comprobar como, irremediablemente, no volveremos a reir de la misma manera, o a hablar como lo hacíamos antes. Y es en ese momento, cuando lo ves así, cuando se te viene todo abajo, y el volver al pueblo no te resulta tan atractivo como cuando estabas sometido a una fuerte presión en plena época de exámenes, periodo que para mi acabó ayer, con mayor o menor fortuna, a las 12.15 de la mañana, tras el examen de Fisiología Humana (quizás antes de que acabe el mes o a principios del siguiente les haga un top ten de las curiosidades que me he ido encontrando en mis largas horas de pasar apuntes para posterior empollado). Si les vuelvo a ser sincero, en mi pueblo me aburro como nada porque las amistades que he dejado allí son poquitas y mal avenidas. He comenzado una nueva etapa en este camino que es mi vida, y he tenido la gran suerte de empezarlo desde cero. Y creo que he movido bien las cartas.

Estoy muy cómodo aquí. Y esa comodidad es la que me lleva a tener miedo al cambio, a lo que puede pasar el año que viene respecto a mi esfera académica y social. Pero la comodidad no nos lleva a ninguna parte. Quizás el miedo al cambio está en pensar que somos sometidos, desde la comodidad que representa la pasividad, a los designios de un ser superior al que unos llaman Dios, otros los llaman Destino, otros Vida... Pensar en que la Ruleta de la Fortuna va a girar, porque gira y siempre lo hace ya que, efectivamente, no podemos controlar todo lo que nos rodea; y que pueda caernos un premio trampa que nos lleve a la perdición. Quiero - y tengo que - decirme a mi mismo y compartir con todos vosotros la idea de que en ningún libro (ni Libro, no se si me entienden) está escrito que no podamos influenciar dónde va a parar esa ruleta. En ningún manual pone que la vida tenga que manejarnos a voluntad de forma total. Yo considero que ella pone la base, pero somos nosotros, cada uno, los que podemos decidir nuestro camino. ¿Y para qué estar mal, pudiendo estar bien o al menos intentarlo? Hemos de devolvernos la ilusión en la vida, ponernos en guardia, ojos de deseo... y a comernos el cambio. A movernos. Tenemos que ser los dueños de nuestra propia vida: ¿Que se va uno y puede que no lo volvamos a ver? Lo echaremos de menos y haremos todo lo posible por mantener contacto con él, pero otro vendrá que nos de buenos momentos a su manera, creando una situación nueva y emocionante en la vida, dándole salsa. ¿Que te falla un amigo? pues sigue buscando (moviéndote, claro está) donde sea para encontrarlo (una de mis mayores ilusiones es intentar estar más cerca cada día de ese Amigo del que yo les he hablado ya hace ya tiempo, continuando mi búsqueda para encontrarlo donde sea, y a ser posible pronto) y ser feliz con él/ella. ¿Que se muda algún compañero o repite el de más allá? En la nueva clase que se te asigne intenta buscar nuevas afinidades, y si no las encuentras, ya habrá otros ambientes en los que lograrlos. ¿Que la vida le da limones? pues hágase con un kilo de azúcar y tómese una limonada, que verá que buena que le sabe.

La vida hay que exprimirla, que es una y no podemos afirmar (agnósticamente lo digo) que haya otra después de la última espiración (según el libro de Fisiología, también denominada expiración). Tenemos que buscar crecer como personas, y para crecer (aparte de hormona del crecimiento, GH, aunque creo que por ahí no van los tiros) es necesario experimentar nuevas cosas y no rebozarse en las mismas, dando vueltas en círculos hasta que en uno de esos ciclos, cada vez más tediosos, venga el Señor Huesos con su segadora manual y te arranque el aliento. Tenemos que aceptar los cambios, y más que aceptarlos, abrirles los brazos, ponerles cara de malote y decirles: ¡¡Aquí estoy, ven a enseñarme!! Y poco a poco iremos conociendo piezas del puzzle que es nuestro ser, nuestro espíritu, lo que somos, pues los cambios nos aportan esos fragmentos: los que encajan los cogemos; y los que no los descartamos. Y si por algún casual alguna pieza se va de vacaciones... otra vendrá que situar en su sitio con igual o mejor eficacia.

Así las cosas, he decidido seguir caminando. Este verano tengo pensadas algunas cosas. Aparte de hablar con vosotros con más frecuencia de cosas como esta, buscaré dar consecución a otras tareas más bien formales como el llamado Asunto Botánica, sacarme el carné de conducir y engordar algo para alcanzar el Término Medio también a nivel físico (haré ejercicio para que mi corpore también esté sano, que la mente de lo ejercitada que está va a coger agujetas). Y cuando llegue Septiembre y me reinserte de nuevo en esta nueva vida que se congela a lo bestia en menos de diez días, retomaré los asuntos que dejo: cultivaré las amistades que aquí dejo y, ojalá, siembre otras entre las cuales se encuentre la de la mayúscula. Y los cambios, ¡a mí con ellos! Que ya afrontaré lo que tenga que venir, y lucharé por un futuro social, físico y mental para mi; y por hacer algo por el mundo que me rodea, primero por los más cercanos, y si cabe ganarme un premio Nobel por algo maravilloso.

¿No les gustaría hacer lo mismo?

Un pequeño inciso, tómenselo como quieran: Si luchan, pueden perder; pero si no luchan, están perdidos.