lunes, 26 de enero de 2009

Amanecer

Abrió los ojos y no vio nada.

Sin embargo, sabía que debía abrirlos. Así lo acordó consigo mismo horas antes. La oscuridad bañaba su habitación, su soledad, y velaba por su sueño, al menos hasta que este se interrumpió automáticamente. Como si estuviera programado. Tardó un tiempo en reaccionar, y cuando lo hizo, se levantó sin dudarlo. Puso los pies en el suelo, y un sentimiento de inestabilidad le invadió por un segundo. Supo que tenía que hacerlo, si quería estar bien consigo mismo. Su miedo fue sustituido inmediatamente por una pequeña ola de emoción, que le llevó mecánicamente a ponerse lo primero que tomó del armario. Ropa de verano, las mañanas de junio no están para taparse demasiado. No al menos donde él estaba.

Desayunó como si fuera un turismo repostando gasolina, por simple necesidad biológica. Apenas sin iluminar la cocina: quería comprobar que la luna estaba en su sitio, que en unos días sería llena, y que aún así, incompleta, le serviría para cumplir su cometido. Con todas, sacó de un cajón una linterna pequeña. Y salió afuera.

Paró en seco al primer par de pasos, sólo para mirar a su alrededor: todo estaba iluminado por la luna que con tanto mimo comprobó antes seguía en su sitio. Pensó que aún así, era bonito. Aún a oscuras, no cambiaría esa tranquilidad por nada. Un blanco extremadamente tenue, dificil de discriminar del oscuro azul de la madrugada moribunda, le permitió distinguir el pequeño pinar que tenía a pocos metros de la salida de su casa, aquel que había visto crecer desde su infancia, cuando muchos de los que marcaron su infancia aún seguían con él, cuando a ellos les pertenecía el lugar donde ahora pasaba sus vacaciones. Un poco más allá, una carretera que, aunque asfaltada, seguía anclada en un pasado lleno de historias que por ella transitaron dejando imborrable huella. Lo suficientemente ancha como para permitirle llegal, lo suficientemente estrecha para asegurarse de que su misión no sería importunada. Al riachuelo no lo vio: oyó su voz, su conversación, de tono tranquilo. La voz de la estación saliente, que se despedía altiva dejando paso a otra que, llena de sol, acabaría por matar a la serpiente azul antes de volver a casa, al país lejano que le separaba de sí mismo. Al minuto asumió que estaba donde le correspondía, salió del shock y caminó hacia la verja. Dejaba su casa para encontrarse consigo mismo.

Evidentemente, tomó la dirección contraria a la pequeña carretera, una vía que, más que secundaria, podría ser terciaria o cuaternaria, o incluso no figurar en el más pequeño de los mapas. La que le llevaría a una zona salvaje. A su corazón. Y, cavilando, se le antojó que la situación era un perfecto símil de la vida. Caminar a oscuras, intuyendo lo que viene pero sin saber si sigue igual o ha cambiado respecto a lo que imaginas o recuerdas. Poco es lo que te ayuda, tenue el brillo de la luna y escasa la luz de la linterna. A tientas tienes que encontrarte a ti mismo, dando pasos pequeños pero firmes. Ascendió un pequeño tramo de cuesta, de escasa pendiente, tocando las aún frías rocas de las tapias que limitaban las fincas colindantes a la suya. Aquellas que tiraba de pequeño por afán destructivo de origen desconocido, por lo cual su abuelo, difunto desde hacía algo más de una década, le reñía. Debió pensar que era perfecto, otro símil: su infancia, dificil a su manera. Una pequeña cuesta hacia la madurez que parece difícil. Y la comparativa continuó: llegó a un tramo de cuesta más, donde oyó la voz del mismo riachuelo que, en su azaroso viaje, le llamó con su débil voz a salir de casa. Se detuvo un momento, antes de afrontarla, y se agachó a tocar el agua. Se sintió en la Gloria, y a Gloria le supo. Allí jugaba con sus amigos, recogiendo castañas en Otoño... ¿De qué castaño? Con tristeza se percató de que el tiempo lo había arrancado de su sitio, dejando un enorme pedazo de cielo azul que no debía estar allí. Al rato, se decidió a afrontar la cuesta, y subió, como el adolescente que se encamina hacia la verdad de la vida, hacia el exterior de la protección familiar y de la inocencia que te excluye de cualquier responsabilidad. Y como tal, cuesta.

Su adolescencia no fue fácil, y tampoco lo fue, a sus treinta años, trepar al final de aquella irregular pendiente. Siempre presumió de haber hecho lo que le dio la real gana. Nunca nadó a favor de la sociedad si realmente no le convino. Y ello le había hecho perder muchas oportunidades, muchas experiencias, y quizás le llevó a dar aquel paseo. También le aportó otras vivencias que él sentía fueron más profundas, pero nunca completas. Siendo salmón, encontrar la cresta del río es muy difícil. Encontrarse a si mismo, conocerse, es muy difícil. Es un camino interminable. Pero, pensó, no hay que rendirse. Hay que seguir luchando, incansable, hasta alcanzar la meta.

Sin darse cuenta - no le fue fácil, no obstante - llegó al final. Pequeño descenso y, tras un helechal, encontró la puerta de lo que buscaba. En adelante, el paisaje, dominado por las encinas, que sometían a algún castaño y se dejaban comer terreno por algún olivar, se volvía rocoso, salvaje. Alejado de la mano del hombre. El camino seguía: llevaba al pueblecito a los pocos kilómetros. Él no. Giró a la izquierda y se perdió por la maleza.

Al principio tuvo miedo. No recordaba exactamente donde poner el pie. Dónde lo había puesto cuando, con sus amigos y amigas, saltaba de cancho en cancho, de charco en charco, imaginando dinosaurios, ballenas, caras demoníacas y otras más agradables, seres imaginarios con los que hablar cuando el fin de semana se acababa y te llevaba, inevitablemente, a otra semana escolar llena de tensas horas de clase. Apartó de su mente los terribles días que pasó cuando, por ir en contra de todo y de todos, de la corriente, muchos dieron en amargar sus días. No era hora, no era un buen momento, y menos si lo que pretendía era encontrarse a sí mismo. Mientras tocaba las genistas, desfloradas y con una fina capa de rocío, pensó que sentirse mal por aquello fue una estupidez, un sinsentido, fruto del no conocer los problemas que la vida trae después. Miró al cielo y se percató de que empezaba a clarear. Sin una nube por medio. Sería un día claro. Una bonita mañana de principios de verano.

Su acelerar de pasos al percatarse de que las prisas se habían convertido en sus compañeras de paseo se borró al toparse con una de esas rocas. La había olvidado por completo. El viento, el agua, y las fuerzas de la naturaleza la habían moldeado a capricho para hacerla parecer un pequeño dinosaurio.
Dino, lo llamaron entre todos. Y a él recurrían, a él hablaban cuando nadie les escuchaba. Lo miró con una sonrisa en la boca, y, haciendo de tripas corazón, le dijo adios - su primera palabra en toda la mañana - y, con una lagrima nostálgica en sus ojos, continuó su camino.

No tardó en llegar a su destino. El punto más alto en varios kilómetros a la redonda. El lugar desde el cual veía tres pueblos. Dio las gracias a la vida de que el castillo que le imitaba desde una cumbre en uno de ellos estuviera sin iluminar a esas horas de la mañana. Hubiera sido muy violento que algo que impone el hombre se entrometiera entre él y el cielo de jueves que le esperaba. Paró tras subir a aquella roca, cubierta de vida - liquénica, pero vida. Una leve brisa, ni fresca ni cálida, neutra, le dijo otro par de cosas al oido, meneando con suavidad su pelo. Lo tomó como una caricia de la naturaleza, una pequeña bienvenida a su seno. Siéntate, le dijo el viento. Pero no obedeció, sabiendo que sería comprendido. Miró al Este. Ya quedaba poco.

Ya estaba frente a frente consigo mismo. Hacía muchísimo tiempo que no se veían, y por ello sonrió con la boca torcida. Apagó la linterna, porque era momento de ver las cosas al natural. Sin miedos infantiles. Y es que llevaba meses esperándolo. Había llegado al lugar que le vio nacer desde otro en el que no encontró lo que quiso. Sólo serían unos días, los que le permitía la empresa de investigación científica en la que trabajaba en una Bruselas que se le antojaba fría. Ahora el horizonte era suyo y no de los edificios. Ahora el horizonte iba a hacerle un regalo. Tras unos momentos en los que creyó echaría a reir de alegría por reencontrarse, sintió que le faltaba algo. Se tenía a sí mismo, pero sintió necesidad de tocarse. Sintió necesidad de abrazarse, de acariciarse la cabeza. Del descubrimiento pasó a la debilidad, y pronto a la aceptación. Quizás descubrió la pieza que no encajaba en su puzzle. Y es que esa pieza, sencillamente, no estaba. Se sintió solo.

Amistades tuvo desde que una tarde perdió la infancia, preguntándose todavía cómo. Maldiciendo ese día cada noche, porque con él comenzó la noche de sus días. Se dio cuenta de que nadie le había satisfecho, no al menos al completo. Nunca le entendieron, y todos le acabaron abandonando. De adolescente no dejó un momento de sonreir a la vida a pesar de las dificultades que padeció y le hicieron padecer. No cedió: no bebió alcohol porque no quiso, vistió como le dio la gana y siempre buscó sitio en cualquier rincón del alma de toda buena gente. Creció y no perdió sus objetivos de ayudar a la gente, de crecer en sabiduría. Logró carrera y trabajo estable. Pero en el camino, nadie acabó de entenderle. Su filosofía de vida, sus ganas de luchar por un mundo mejor, de querer y dejarse querer. No tuvo tiempo de juzgar su culpa en el hecho de haberse quedado solo, y lloró desconsoladamente mientras se preguntaba en qué lugar del mundo se encontraba su otro yo. Su alma gemela. Dónde estaba, para tenerlo frente a frente y decirle todo lo que siente. Dónde estaba, que en esta circunstancia le devolvería una sonrisa y un abrazo. Y lo que es más importante. Su comprensión. El dolor fue tan fuerte que lo tiró al suelo y no le quedó más remedio que sentarse. Y el tiempo se detuvo para el pobre hombre.

Las encinas que perfilaban kilómetros de horizonte no tardaron en fulgurar. El cielo aclaraba su color, dando señal a los pájaros de que era hora de poner sintonía a una mañana de verano. El mundo a su alrededor tomó color, el riachuelo, que todavía continuaba hasta ese lugar, le mostró su cara, y las genistas le saludaban, inmóviles. Quedó bañado en una suave luz, y se sintió parte de aquel impresionante espectáculo. La naturaleza en pleno estallido. El verano incipiente. La vida.

No te rindas, le dijo otra brisa. No seas pasivo. Busca, y tus posibilidades de encontrar serán mayores. Y se prometió buscar. Se prometió seguir esperando, pero buscar a la vez. Quiso actuar, supo que no había terminado su misión con ese paseo. Su imagen de él mismo desapareció con una sonrisa. Y desde entonces supo que lo llevaría consigo, que había encontrado lo que quería. Y todo por un simple paseo. A solas. Sin interrupciones. Consigo mismo.

A veces es difícil saber lo que se quiere. Es normal sentirse triste o mal, y por el trasiego de la vida cotidiana, de las obligaciones y entretenimiento, no saber por qué se está con el corazón en un puño. Es frecuente no verse a uno mismo en días. Es frecuente olvidarse de quién es uno mismo. Ahogarlo en alcohol, en folios impresos, en horas muertas de televisión barata, en caprichos. Y es perjudicial, porque no saber lo que se quiere, lo que realmente se desea, puede llevarte a la muerte sin cumplir tus objetivos. Puede hacer que tu paso por la vida sea insignificante y fácilmente olvidable, a pesar de que tu nombre pudiera salir en cientos de miles de libros. Y es que, ¿qué es más importante que el sentimiento? ¿qué supera a aquello que nos hace diferentes de animales y plantas, el raciocinio? Es lo que somos. No es bueno ahogarlo.

Ya era oficial, el día llegaba. Se levantó del suelo. Dejaba su horizonte: el sol había salido.

- Amanecerá.

Dijo en voz alta. Con firmeza y convencimiento. Con una sonrisa de satisfacción en su boca. Sintió que se despidió de su otro yo y, tras contemplar el panorama un poco más, decidió buscar a algún amigo de su infancia por aquel pueblo. Dió la vuelta hacia el lugar del que había partido, sabedor de que, en realidad, aquella experiencia fue un paso adelante.