sábado, 25 de febrero de 2012

Press start to play


Febrerito el corto se me iba sin dejar una entrada que alimente este rinconcito de la web que a pocos interesa (y por eso me gusta). Es curioso, porque con la situación que tengo ahora mismo – prácticas de fin de carrera en un hospital extremeño – tengo infinitamente más tiempo libre que el que tenía cuando la USAL me hacía pasarme con los codos pegados a la mesa de sol a sol (literalmente). La verdad es que no me ha cabreado nada últimamente (y por todos es sabido que la musa bloguera sólo me visita cuando me enfado), así es que hoy toca tema blanco.

Debían aburrirse mucho Aleksei Pazhitnov y sus amigos en su estancia en la Academia de las Ciencias de Moscú, en el corazón de los 80. Sería el frío, o lo que fuera. El caso es que un buen día, quizás mientras se la tocaban a dos manos, se les ocurrió una idea que mantendría entretenido a medio Occidente durante horas y horas a lo largo de los siguientes años. Piececitas con formas sencillas formadas por unidades cuadradas simples caen desde cielo abierto dando tiempo suficiente para rotarlas. Después, caen en la tierra, unas sobre otras, formando líneas que desaparecen si están completas. Nace así el tetris, cuyos derechos de autor pasan a formar parte del gobierno del Kremlin (cosas del comunismo). Sería uno de los primeros de una enorme ristra de videojuegos, esos programitas ejecutados en consolas que tantas horas de diversión, incluso obsesión, han proporcionado a la humanidad desde entonces.

Mi relación amorosa con ellos comienza a mediados de los 90. Cuando mis padres me llevaban con ellos a comer de tapas los domingos, me quedaba embobado con aquellas máquinas en las que había que echar una moneda de veinte duros para jugar un rato. A veces, ellos o mis tíos se sentaban conmigo y, en efecto, le ponían las cien pesetas a la máquina para jugar un rato (ellos, yo miraba frustrado mientras me decían que yo era muy chico para esas cosas, y que acabaría la partida en un momento). Eran armatrostes muy toscos, con botones de colores y una palanquita pequeña, a cuyos mandos se ponía, de cuando en cuando, algún adolescente noventero con cara de mal follado. Tardé en tener mi primera consola, una Sega Master System II desechada por un amigo de mi padre. Estaríamos en el 1996 o cosa así. Entre él y mi tío Edu montaron el trastajo en la tele de casa (la de cables que no tendría aquello), metieron un cartucho y, esta vez sí, me dejaron al mando de la situación. Me dio la bienvenida a este mundo una pantallita azul en la que ponía Wonderboy in Monsterland, que te pedía que le dieras a no sé cuál botón. Hecho esto, salía un muñequito semidesnudo que entraba en la tienda de una bruja que le daba una armadura y una espaducha. Después tenías que echarlo a andar por un universo plano que, a los ojos de un niño de siete años, parece poco menos que onírico. Cogiendo monedas y sacos de dinero. Comprando y vendiendo. Yendo al centro de salud a que le curasen las heridas y le llenaran la barra de corazones. Matando setas endemoniadas. Buscando rincones secretos donde se ocultase el pez gato que te daba una ocarina. En resumidas cuentas, todo un vicio, un motivo para que llegase el fin de semana.


Y digo fin de semana porque mis padres me restringieron el uso de la consola a dos horas en sábado y otras dos en domingo, preferentemente por la mañana. Hicieron de puta madre: si me dan carta blanca no hubiera tenido infancia, me hubiera pasado enganchado a aquella pantalla de por vida, y no hubiera tenido la que hoy es por mí recordada como la etapa más feliz de mi vida (con permiso de mi juventud, para mí comprendida entre los 18 años y nuestros días). Viendo que me gustaba el asunto, el día que me metieron el club de los chupacirios (a.k.a. primera comunión) me regalaron (para compensar semejante putada) la mítica playstation (hoy conocida como psone). Fue un placer agarrar aquel mando con tantos botones que vibraba y vibraba, pero todavía recuerdo lo mal que lo pasé cuando dio mi otra consola a unos amigos. Salían así de mi vida no solo Wonderboy, sino también Sonic the Hedgehog o Alex Kidd. Y dejaban paso a Spyro el dragón  o Sir Daniel Fortesque, este último protagonista de mi videojuego favorito, Medievil. Sir Daniel Fortesque, un esqueleto resucitado por accidente gracias a la maniobra de un malvado brujo hechicero – Zarok – recorre una decadente tierra medieval (coincidente con el actual suroeste de las islas británicas) destrozando con diferentes armas (mi favorita, la ehpada máhica que le daba una estatua con acento andaluz) a un ejército de zombis, dejando ver una historia muy bien hilada y de argumento variado. Sin exagerar, hoy puedo decir que me he hecho este juego unas veinte veces, en los veranos de mi dura adolescencia antes de ir a casa de mi prima a quejarme con ella y mis amigos de lo asquerosa que era nuestra vida.

 

Ya en Farmacia me sumo al Plumber Team: en segundo de carrera me cae la Nintendo DS, el complemento ideal para antes de irse a la cama en esas pseudovacaciones de pascua o navidad en las que te pasas día sí, día también estudiando unas doce horas. Qué bien me lo habré pasado con Mario Kart DS, la de risas que me he echado yo solito, como un puto perturbado mental, mientras jugaba al Mario Party DS. Con ella aprendí a jugar al ajedrez en las calurosas noches del verano extremeño. Y en cuarto de carrera, la Wii, toda una revolución. Toda una experiencia ese Mario Kart Wii con su volantito. Y, si quieren un videojuego bello, prueben cualquiera de los Mario Galaxy: explota al máximo las posibilidades del mando de Wii, tiene increíbles escenarios… pero lo mejor de todo: la música de orquesta que de fondo pone la Mario Galaxy Orchestra, no tiene ni el más mínimo desperdicio.

 

Tienen sus inconvenientes. A todos nos suena eso de los videojuegos radiactivos superepilépticos de Japón, esos en los que el mismísimo Picachu soltaba una castaña eléctrica y dejaba a los niños medio idiotas en el sofá de casa. A todos nos suenan casos como el de aquel inglés que murió de trombosis venosa profunda después de pasarse hasta doce horas diarias delante de la Xbox 360. Pero son casos raros, extremos; sólo padres ultraconservadores y rancios podrían generalizarlos para prohibir a sus hijos un poquito de diversión. La verdad es que, usados durante un tiempo decente (personalmente recomendaría seguir la estrategia de mis padres), los videojuegos pueden tener importantes aplicaciones. La primera de las que se me ocurren es la moralizante: los videojuegos están cargados de mensajes sobre el bien y el mal que no escapan a nadie. En la mayoría, el protagonista es el héroe bondadoso que lucha contra el malo (e.g. binomios como WonderBoy – MechaDragon, Daniel Fortesque – Zarok o Mario – Bowser) para salvar a su pueblo o a sus amigos. Se sacrifica y arriesga su barra de corazones por aquellos a los que quiere. Se esfuerza por llegar a la última pantalla. En este paquete podríamos entrar, aunque fuera con calzador, a esos videojuegos violentos en los que un par de chinos japoneses mandarinos se sacuden o en los que un soldado americano rapado le da pal’pelo a un terrorista islámico. Más cuestionables a ese respecto son otros como Asassin’s creed, que como tales están catalogados para adultos que (se supone) cuentan ya con una moral y una distinción del bien y del mal claramente establecidas. Otra es la orientación espacial que adquiere el jugador, que le permitirá más adelante entender con claridad las matemáticas vectoriales o, incluso, sacarse el carnet de conducir sin muchas dificultades. Por otro lado, el videojuego no tiene el por qué ser un acto solitario: ¡total no habré echado yo partidas al Tekken o al Smash TV con familiares y amigos! Y con una cierta edad te puede dar ideas sobre cosas a las que jugar en la calle o en el campo. Y hay más: ayer leí en el ‘Muy Interesante’ que hay estudios relacionados con la calidad del sueño que asocian a los gamers una mayor presencia de los llamados ‘sueños lúcidos’, aquellos en los que el individuo es consciente de que está soñando y puede dirigir el cortometraje en el que Morfeo le ha sumido. Esto hace menos incidentes las pesadillas, lo cual podría tener utilidad en el tratamiento del síndrome post-traumático, especialmente en menores.

Personalmente dudo que olvide aquellos sábados en los que un ratito de videojuegos precedía a una inigualable tarde de juegos en el campo, aquello era infancia. No olvidaré a Wonderboy, llevo un poquito de su valor y de su espíritu aventurero dentro de mí. Tampoco a Sonic, del que aprendí que hay que ir a por lo que quieres rápido como una bala pero disfrutando del camino. Ni a Daniel Fortesque, del que copié la perspicacia y el sentido del humor. Ni a Mario – ¡ni a Boo, mi personaje favorito! – y su constante alegría. A este paso, me veo con treinta y tantos, doctorado, con trabajo estable (uno que sueña), y con mi pareja al lado echando los dos una partidita… En su justa medida, el videojuego puede dar mucho. Muchísimo.