lunes, 7 de abril de 2008

Involución implícita

Hola de nuevo: a todos los que llegueis aquí porque quereis, y a los que dais de bruces con el blog sin quererlo, como el que para de paso en Madrid para ir a Barcelona. Estos días observamos asqueados como, todavía, existen personas de esas que digo yo que no tienen alma, a las que más que odio hay que tener pena y lástima, porque seguramente están enfermas - es la única conclusión que saco al intentar ponerme en el lugar de alguien que es capaz de pedirle a una niña que le masturbe. Podríamos hablar ahora de los errores judiciales que se han cometido en materia de pederastia en los últimos años en nuestro país, y que finalmente derivaron en la triste muerte de una niña onubense. Podríamos echarle las culpas a la incompetencia de las gentes que están en Justicia porque sus adinerados papás les forzaron a ser jueces, a que estudiaran algo que no les llama la atención y por lo que no tienen vocación. A gente que prefiere dar el menor golpe posible durante la jornada laboral, caiga quien caiga y muera quien muera, y llevarse a fin de mes la misma cantidad de dinero, por que es la base de sus míseras vidas. Pero no. Hoy hablaremos de la infancia. Lo que le arrebataron a esa niña cuando le quitaron la vida sabe quién cómo.

Puedo dar las gracias a la vida, al azar, de haber nacido en un lugar extraordinario para ser niño. Estudio en Salamanca, una provincia que queda por encima de Cáceres, que está por encima de Badajoz, mi tierra. A pesar de las muchas cosas que comparte Extremadura con Salamanca (no olviden que las divisiones son, en la mayoría de los casos, líneas imaginarias), todavía hay algún salmantino (ni mucho menos todos, hay gente simpatiquísima y estupenda con la que me alegro haberme topado) que, cuando escucha la palabra bellota en la facultad, se vuelve con desdén y te mira con una sonrisilla de desprecio como diciéndote: extremeño y feo, luego inferior a mi. ¡ Humíllate escoria !. Y, más que sentirme molesto, me da tanta lástima... Nunca sabrán lo inmensamente feliz que se es viviendo en un sitio tan puro cuando se es niño. Salir al campo - algo fácil en Extremadura - era el pan nuestro de cada sábado. Te pasabas la semana esperando a que llegara ese día para juntarte con tus amigos - en mi caso, con mis tres primas, Lucía, Irene y Rosalía, y con mi hermana Gloria - para pasarte la tarde jugando al sol, o, si llovía, meterte en el cobertizo de la paja y contar historias de miedo. Con nueve años, una bellota puede ser un alimento de gourmet. Muchas bellotas y unas cuantas tablas, un puesto de venta de bellotas. Dos montones de bellotas y dos conjuntos de tablas, una tienda para ti y otra para cualquiera de tus primas. Una tarde de sol, una oportunidad para jugar a ver cuál de los dos vendía más bellotas a transeuntes imaginarios de una ciudad multitudinaria que no estaba en otro sitio que en el medio de la nada, en un punto aislado del término municipal de San Vicente de Alcántara, rodeado de aire puro, de encinas y hierbas. De flores. De sonidos de bichos (pájaros y tal) que ponían Banda Sonora Original a mi infancia y la de mis primas y hermana. Imaginación y ganas de divertirse eran los únicos ingredientes para el mejor plato que jamás comimos y comeremos: el ser niños. Un plato tan extraño que solo lo pruebas una vez en tu vida. Después, despídete.

Lo mejor era el verano, el momento del año en que el niño podía ser completamente niño. Cuando nadie le imponía nada, o, como mucho, que estuviera en la cama antes de la una de la madrugada. En mi caso, mi día comenzaba cuando me levantaba, justo cuando mi inmaduro organismo caía en la cuenta de que el cupo de horas de sueño placenteras - entre dos o tres más de las necesarias - había sido cubierto. Te quitabas la única sábana con la que dormías y te ponían el desayuno en la mesa mientras veías la serie de turno del club Megatrix (cuando lo presentaba Ana Chávarri) o una reposición del ¿Qué apostamos? o El juego de la Oca (parece que estos programas dejaron de interesar en el momento en que a la gente le dio por chafardear sobre la vida, obra y milagros de María Isabel Pantoja). Después de vestirte subías a la terraza y, descalzo mismo, salías a mirar el sol que coronaba una mañana, todavía fresca, de un día que siempre prometía mucho. Olías el verano (porque puede olerse). Y ese olorcillo te llevaba a sonreir: porque ibas a ir al campo de tus abuelos a bañarte en la piscina con tus primas. Porque te iban a llevar a Portugal, al castillo de Marvâo, a ver las vistas. Porque esa noche, como todas, ibas a salir a la calle, todavía con toda tu ropa (camiseta de manga corta y pantalón corto, pues todavía no tenías esa cosa que se llama pudor que te impidiera llevarlos a gusto), a gritar de puerta en puerta <<¡X, sales a la calle?>> (Sustitúyase X por Inma, Ana, Adrián, Virginia, Tania, Silvia, Azahara, Raquel, Natalia, Javi... y seguro que alguna X se me olvida), y, si había éxito - que por lo general lo había en una amplia mayoría de los casos - salir a jugar a cientos de juegos: al escondite en las ruinas de una fábrica cercana que inexplicablemente estaba en el centro del pueblo, a balón prisionero, a bomba, a los tazos, a las cartas, a los trucos de magia, a callejear por callejear, a las historias de miedo, a imitar cosas de la tele, al balón, al coger (solo un pervertido sexual candidato a ocupar una plaza de psiquiátrico podría ahora ver en este nombre algo obsceno), al pollito inglés, a las carreras, al twister, al veo veo, a la oca, al parchís, al yo escondo la pelota y tu la buscas según te indique la dirección del gradiente de temperatura (frío, frío...), a las damas, a las telenovelas, a ser mayores... y todo ello bajo la luna de las pacíficas noches del verano extremeño, echados sobre la acera de una calle de la que sólo tenías que retirarte cuando pasaba algún coche de higos a brevas. Y no todo tenía el por qué ser tan callejero y tradicional. Las nuevas tecnologías acabaron por llegar a nuestras vidas, y tampoco olvidaré el punto y final de mi infancia, hablando con internet con María Jesús y Fátima, las andaluzas, como si fueran ya de la familia. Para el que no lo sepa - y para el que no lo crea - es una auténtica suerte haber podido vivir tal cosa. Y una auténtica desgracia haberlo perdido todo.

Inma se mudó de barrio y perdió el contacto conmigo. Además, cuando llegamos al instituto, cierta persona a la que no perdonaré jamás por muchas cosas - alguien que siempre jugó el rol de lider de grupos - la puso en mi contra, a ella y a otras tantas personas, muchas de ellas conocidas y otras aficionadas a reirse de la gente por que sí (luego culpé a la bien llamada edad del pavo). Con Virginia y Adrián tengo un hasta luego bastante poco sugerente cuando los veo. Imagino que también olvidaron los buenos momentos que pasamos juntos, aunque alguna peleilla y/o cabronada de unos a otros siempre hubiera. De Ana no se nada, creo que vive en Badajoz. De Silvia y Tania, que eran nietas de un señor de mi calle y venían por verano, se que vuelven por fiestas. Nos miramos y no tenemos un mínimo de verguenza por ninguna de las dos partes como para saludarnos (y mira que en este caso me duele, porque les tenía cariño). Con Javi perdí trato cuando salí de la banda de tambores (porque sentía que me explotaban infantilmente), y también me dio mucha pena porque también le tenía especial cariño. De Raquel no se nada, pero es quizás obvio porque le saco cinco años. De Natalia, su hermana, se lo que me cuenta su tía ya que no es de mi pueblo, sino de Alburquerque. Está bien. Y me alegro, porque lo merece. Por lo menos la última vez que la vi, hace sabe quién cuánto, me saludó. Y podríamos seguir la lista (mencionando que una de las primas está de uñas conmigo por meterme en medio de una pelea que tuvo con un amigo, y otra es de esas que pusieron en contra mía y apenas me saluda cuando me ve), pero es mejor callarse.

Visto lo visto, cuando llegas a cierta edad (parezco un viejo hablando, pero hay veces que hay que decir las cosas como son), te das cuenta de lo mucho que el tiempo te ha ido arrebatando. Cuando quieres percatarte de lo que ha pasado, te tragas un me cago en la hostia mental y te jodes. Y no piensas más en ello no porque no quieras, sino porque en el escritorio, en el madero donde te crucificas a ti mismo todos los días, te esperan los apuntes de botánica, para que te aprendas los innumerables órdenes y familias de la división Magnoliophyta (angiospermas, plantas cuya semilla se encuentra en un fruto). Y cuando un puente, como este desde el que escribo, te deja volver a casa para quitarte el estrés por unos días; y ves cómo las niñas de 9-10 años van vestidas de puta por la calle con la cara llena de titanlux (azul cerúleo para los ojos y rojo ladrillo para los coloretes), y a los niños mirando por encima a los demás como chuloplayas en potencia... te entran unas ganas de decirles que vivan su infancia... Ya es tarde quizás para tazos de pokemon y digimon, para canicas, para la comba, para el diábolo, para muchísimas cosas, pero no es tarde para que los niños sean niños. No saben lo que están perdiendo. No son capaces de imaginarse que algún día van a quedar hasta las pelotas de ser mayores. Y entonces no llevarán ese niño que dicen los anuncios de televisión típicos de navidad tenemos todos dentro. Y su alma no estará completa.

Dicen que cuando la vida cierra una puerta, abre una ventana. Pues quiero que la mía se abra pronto... y ya que nos ponemos, que sea soleada y con vistas a la sierra.

Feliz Mayo.

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