sábado, 26 de julio de 2008

El dinero y la felicidad

Hoy me apetece hablar del dinero.

Tiene, quizás, tantos sinónimos como el miembro viril - véase la poética canción del pene de Leonardo Dantés. Pues si, tiene nombres varios (imagínenselo, si quieren, con la misma melodía de la cancioncilla): pasta, plata, perras, guita; money, pavos, blanca, chavos... Todo nombres para designar a uno de los motores del mundo, causante de muchas de las guerras que vive actualmente nuestro mundo; culpable silencioso de otras que tuvieron lugar en el pasado siglo XX y que es mejor olvidar; y elemento presente en aquellas otras en las que, a lo largo de la historia, formó un cóctel mortífero en conjunto con otra de las musas de la desgracia que han llevado al hombre a hacer barbaridades (la religión) como, por suerte, pocas veces se ve. Si lo pensamos bien, se ha convertido hasta tal punto en un referente de la especie humana que, en todo momento, lo estamos gastando: yo ahora mismo estoy utilizando una energía eléctrica que cuesta cierto dinero. La conexión a internet, incluido el aparatito wifi que me la trae al patio donde estoy sentado con este ordenador de dos años y medio que también costó lo suyo, también consume. La ropa que llevo puesta cotiza al desgaste, a milésimas o diezmilésimas de céntimo por cada segundo que la llevo puesta (eso se evaluaría el día que cumpla su ciclo vital, si se conociese lo que costó mi pantalón corto de pijama y la camiseta de la Universidad de Salamanca que llevo para dormir y el tiempo exacto que la he tenido encima). Y, como me apetece un vaso de leche, vamos a continuar gastando. Si lo piensan, hasta en lo más mínimo derrochamos: al andar por la calle gastamos la suela del zapato, y de nuevo perdemos dinero (milésimas de céntimo, diezmilésimas... según lo que nos duren las botas). Cuando dormimos, utilizamos colchón y mantas que están cumpliendo un periodo de vida útil que para nosotros comenzó cuando abonamos la cantidad que pedían por ellos. Quizás la única forma en la que un ser humano dejaría de gastar dinero sería irse a lo mas profundo de un bosque, desnudarse completamente, sentarse en una roca y esperar a que entren ganas de gastar dinero. Y cuidado no vengan los del SEPRONA y les de por multarte por imitar a los animales. Con esto quiero hacer entender a la gente que somos máquinas de gastar dinero, no en potencia; si no en acto. Ahora mismo, mirando esto, usted está gastando dinero. Bajo ningún concepto quiero representar mi tacañería, pues no tengo ese defecto.

Y es que, amigos y amigas, no podría tenerlo. No al menos por ahora, porque como en edad universitaria que estoy - y dado que no trabajo ni en verano, algo que intentaré corregir cuando no me persigan cosas del tipo de los ascomas de tipo apotecio, peritecio y cleistotecio (recuerden que abandoné la asignatura de Botánica en su momento para retomarla en verano) - soy un parásito obligado de mis padres, esos seres que, gracias a instintos animales de amor exagerado hacia sus hijos, mezclados con la luz de la razón, me permiten estar gastando ese dinero que les he mencionado. Son ellos los que me proporcionan la comodidad que necesito - incluso más; los que me tienen, en muchos casos, hecho un señorito. Son los que hoy permiten que hable del dinero como espectador y usuario, no como individuo a quien cueste ganarlo. Y eso no es un punto a mi favor, en principio. Pero como estudiante - de Farmacia, en mi caso - que soy, me preparo con cada segundo que miro esos apotecios en los apuntes para ser uno de esos individuos. Y puedo permitirme, si me dan licencia, mirar el futuro con ciertas ideas. Se las cuento.

La prosperidad de un farmacéutico recien licenciado, según es bien sabido, está en tela de juicio y depende de muchos factores. Se habla de que las notas aventajarán a unos y llevarán a otros al montón, aunque eso se dice en todas las carreras, y probablemente en todas sea una brutal y decorosa mentira. Y más en Farmacia, donde unos ya se llevan la oficina de venta del padre o la madre como lote de herencia (y no se los puede culpar, en absoluto, de querer seguir con el que sin duda es uno de los negocios más caros a pie de calle de este país, pero uno de los que más dinero y estabilidad, por eso de que a la farmacia vamos sí o sí, para el que la posee). Para muestra, el caso de dos personas a las que no voy a mencionar, por el debido respeto; ambas licenciadas en Farmacia. La primera acabó de estudiar la carrera catorce (si, han leido bien) años después de comenzarla; y la segunda la terminó en el tiempo de rigor, los cinco años de la titulación. Sin embargo, la de la casi década y media ganará, al mes, a saber si catorce veces más que la persona que la obtuvo en el tiempo estimado. Todo porque heredó de su padre una oficina de farmacia que a la vez, su padre (al que la hija quitó el record de años en la estirpe de boticarios), heredó de sus ancestros. De la segunda persona hay que decir que acabó como farmacéutica adjunta, cobrando relativamente poco. Es, sin duda, una carrera en la que queda de manifiesto que no siempre gana la partida el que más se esfuerza y el que más sabe. Pero repito, no pretendo culpar a las personas que tienen el negocio asegurado, porque muchas de ellas son personas de gran calidad. Simplemente, y aunque les parezca mentira, es hora de decirles a todos que no les tengo envidia.

Me paran por la calle y me dicen: ¡cuando pongas la farmacia, acuerdate de tu vecina eh! No me queda más remedio que reirme y, dada mi sinceridad absoluta, decir la verdad en dos frases: Señora, esos negocios valen un ojo de la cara y no estoy para saquear a mis padres. Y, además, no estoy por amargarme la vida. Y es que solo basta con imaginar la vida de una persona que, día tras día, se coloque tras un mostrador a expender medicamentos. Seguramente, y así es como me la imagino yo, trabajará sola o casi sola. Posiblemente sin nadie alrededor con quien hablar sobre cosas verdaderamente importantes en la vida; sin alguien a quien invitar a cenar o a salir al cine, o quien compartir experiencias. Solo con la gente de la calle, que vendría, haría un comentario rutinario sobre el tiempo o sobre el bombo de la hija de Paqui, la hija de la coneja y del menguao, y su origen paternal; y se marcharía. Que quieren que le diga: el dinero para ellos. Yo prefiero trabajar en un lugar donde todo mi conocimiento se aproveche, como jefe o, mejor, como empleado, con iguales en corazón y en mentalidad, con gente con la que reir mientras que prepara una emulsión o con la que descansar, en el cine o en el Japón, cuando se cuelguen las batas blancas en la percha de la entrada del laboratorio. Prefiero ser rico en ese sentido, ya lo he mencionado muchas veces. Quiero que en un sitio así concluya, en principio, mi búsqueda de amigos y de alguien con quien compartir mi vida, búsqueda que hasta el momento es poco fructífera y dudosa pero que continuará, ahora y en septiembre. Prefiero buscar hasta hartarme gente a la que le guste mirar las estrellas, o estar juntos por estar juntos, viajar y disfrutar de la compañía de los demás aprendiendo y caminando en la vida; buscarlos y encontrarlos, aunque acabe cobrando dos mil euros (o tres mil, que uno tampoco es gilipollas como para dejarse explotar). No quiero ser pobre, es uno de mis mayores miedos. No quiero ser tan pobre que solamente tenga dinero.

Por eso es por lo que, para mi, el dinero no da la felicidad. No me hartaré de repetir que los ratos más felices de mi vidas me los han proporcionado mis amigos, aquellos que nos queríamos sin más - sentimiento que no acabo de recuperar ahora de adulto - y cuyo corazón estaba lleno de canicas, barajas de cartas, videojuegos de la vieja Sega Master System, pelotas de goma, globos de agua, edificios estáticos con portales oscuros en plena madrugada para esconderse y no dejar que te encontraran, una imaginación a prueba de bombas (pero no a prueba de Tiempo), inocencia y ganas de ser feliz. Son los ratos en los que menos dinero he gastado, y, sin embargo, los que echo de menos en noches como esta, en las que te asusta lo solo que puedas estar en el futuro. Me dan pena esas personas que lo dan todo por un poco más de dinero. Las que hunden negocios enteros y familias inocentes por haber especulado en su tiempo, o por haber movido fichas que creyeron les traerían un yate nuevo al puerto. Las que son tan pobres que solo tienen dinero, como ya he dicho. No quiero ser como ellos. Y si tengo exceso de dinero, todo sea en que el que les escribe mantenga una promesa que hizo de donarlo a ONG's. Ya saben, solo quiero un sitio en el campo, en una finca no muy grande, ni mucho menos un latifundio; una piscinita mona, un trabajo estable como farmacéutico (tan estable como interesante, que ponga a mi imaginación nuevos retos y posibilidades para ayudar a los demás con mi acción), y gente que me quiera a mi alrededor, a todas horas del día. Y, claro, a la que querer.

Y ojalá que a ellos les importe el dinero lo mismo que a mí: lo justo y lo necesario. Seguiremos buscando. Háganlo también si quieren.

2 comentarios:

Anónimo dijo...
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Unknown dijo...
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