miércoles, 4 de abril de 2012

Día gris


Miércoles santo, amenaza lluvia. España, uno de los últimos bastiones católicos que aún quedan en pie en la vieja Europa, celebra la Semana Santa, esa fiesta en la que las calles se pueblan – con el permiso de Paco Montesdeoca y Mario Picazo – de turistas, de nativos que regresan a sus casas… y de figuritas ensangrentadas, lastimeras o con lágrimas de dolor de tamaño extra grande. Tambores y música enlutada por todos lados. Dicen que celebran la resurrección de su mesías (resurrección que fue ideada centurias después por los concilios para hacer más contundente el relato del Nuevo Testamento), pero para mí que interesa más el tramo que va desde que lo enganchan en el Huerto de los Olivos hasta que lo clavan en una cruz. Vende más la muerte y el dolor.

Mi pueblo está hoy triste, son varias las razones. El tiempo no acompaña, un montón de nubes no nos dejan ver el sol. A las doce de la mañana doblaron, por primera vez hoy, las campanas de luto. Uno puede pensar que se trata de uno de esos rituales en los que se reúnen un montón de viejecitas y se regodean en lo turbio de la historia que estos días se rememora, pero no. Es un funeral por una persona de verdad. A las cuatro y media de la tarde, vuelven a sonar, ya es el segundo. A la vuelta de pasear al perro, cuando me dispongo a entrar en mi casa para estudiar un rato farmacología (ya ando preparando las oposiciones, con permiso de Mariano), me encuentro con que todos mis vecinos están en sus puertas, mirando todos al mismo punto. Me da por asomarme y me encuentro con un cortejo fúnebre de los que ya pocas veces se ven. Una señora de 88 años, vecina nuestra, murió ayer tras unos meses de enfermedad. Cargada la caja en la parte trasera, el coche fúnebre comienza a avanzar, despacito, mientras que unas cien personas caminan detrás, algunas llorando, otras con gafas oscuras para disimular la procesión que llevan por dentro. Así, a las cinco y media tenía lugar el tercer entierro del día. Seis. Me encuentro escribiendo estas líneas y las campanas vuelven a doblar en el mismo plan. Un pueblo lleno de dolor se encamina, por cuarta vez hoy, a la iglesia. Esta vez lloran a alguien que no debería estar allí, un chico muy agradable que no alcanzó la mayoría de edad. Entretanto, yo en casa, inquieto. Imaginando todo el dolor que hoy ha desfilado por ese edificio, no consigo acordarme del nombre de ni uno solo de los antihistamínicos.

La fallecida que ha pasado por delante de mí era María, una vecina de las más agradables, a mi hermana y a mí nos tenía un cariño enorme. Volviendo la vista atrás, recuerdo haberla saludado no hace mucho en la puerta de su casa, de la que hoy salía por última vez. Me he quedado alucinando. Igual con el chaval. Aunque lo conocía de poco, hoy me es difícil asumir que no voy a verlo otra vez bajar por mi calle y saludarme como acostumbraba. Son cosas que nos recuerdan que los que hoy estamos, mañana podemos no estar, sin excepción. Nadie se le escapa, tarde o temprano nos encuentra, y no hay ciencia ni religión que se haya burlado de ella aunque retrasen su llegada o consuelen a los que la han conocido de cerca. Hace que nuestros conocidos pasen a ser un bonito recuerdo del pasado, que cuando viene a nuestra memoria hace que se nos encoja el estómago y nos acordemos de aquello del tempus fugit. Destroza vidas, las de los que se lleva y las de los que quedan. Comete el crimen perfecto: millones y millones de años y todavía nadie conoce qué ocurre con los que se lleva. En días así la muerte nos deja tristes. Si tienes suerte y las campanas no suenan por uno de los tuyos, todavía puedes reflexionar sobre lo que ocurre, sobre el hecho de que estamos aquí de paso, sobre el sentido de todo esto; si no tienes suerte, cuando sales de la espiral de dolor en la que te sume el luto malamente te acuerdas de lo ocurrido en las exequias.

Y es que, si nos ponemos a relativizar, no somos nada. Por la ventana, veo a más gente de negro dirigirse a la iglesia (a ver si algún día establecen el funeral civil en este pueblo). Aún así, en medio de todo, por las nubes aparecen algunos rayitos de sol, y es que después de una tormenta siempre acaba por llegar la calma. Ellos, los que se van, quedarán siempre en nuestros corazones; a fin de cuentas las experiencias que compartimos nos han construido como personas. Y no podemos hacer más que recordarlos, hoy por hoy es imposible cualquier otra cosa. Los que quedamos por aquí tenemos que continuar caminando, disfrutar de cada día no como si fuera el último, sino como si fuera el primero. Cuidarnos y cuidar de los demás para evitar, en todo lo posible, la llegada de la parca. Y seguir buscando un sentido a la vida y a nuestra vida, cada uno en lo que quiera: en las personas, en la ciencia, en las religiones… A fin de cuentas, todos acabaremos conociendo qué hay después, sin excepción.

Hoy ha sido un día gris. Lo mismo mañana sale el sol.

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