Miércoles santo, amenaza lluvia. España, uno
de los últimos bastiones católicos que aún quedan en pie en la vieja Europa,
celebra la Semana Santa, esa fiesta en la que las calles se pueblan – con el
permiso de Paco Montesdeoca y Mario Picazo – de turistas, de nativos que
regresan a sus casas… y de figuritas ensangrentadas, lastimeras o con lágrimas
de dolor de tamaño extra grande. Tambores y música enlutada por todos lados.
Dicen que celebran la resurrección de su mesías (resurrección que fue ideada
centurias después por los concilios para hacer más contundente el relato del
Nuevo Testamento), pero para mí que interesa más el tramo que va desde que lo
enganchan en el Huerto de los Olivos hasta que lo clavan en una cruz. Vende más
la muerte y el dolor.
Mi pueblo está hoy triste, son varias las
razones. El tiempo no acompaña, un montón de nubes no nos dejan ver el sol. A
las doce de la mañana doblaron, por primera vez hoy, las campanas de luto. Uno
puede pensar que se trata de uno de esos rituales en los que se reúnen un
montón de viejecitas y se regodean en lo turbio de la historia que estos días
se rememora, pero no. Es un funeral por una persona de verdad. A las cuatro y
media de la tarde, vuelven a sonar, ya es el segundo. A la vuelta de pasear al
perro, cuando me dispongo a entrar en mi casa para estudiar un rato
farmacología (ya ando preparando las oposiciones, con permiso de Mariano), me
encuentro con que todos mis vecinos están en sus puertas, mirando todos al
mismo punto. Me da por asomarme y me encuentro con un cortejo fúnebre de los
que ya pocas veces se ven. Una señora de 88 años, vecina nuestra, murió ayer
tras unos meses de enfermedad. Cargada la caja en la parte trasera, el coche
fúnebre comienza a avanzar, despacito, mientras que unas cien personas caminan
detrás, algunas llorando, otras con gafas oscuras para disimular la procesión
que llevan por dentro. Así, a las cinco y media tenía lugar el tercer entierro
del día. Seis. Me encuentro escribiendo estas líneas y las campanas vuelven a
doblar en el mismo plan. Un pueblo lleno de dolor se encamina, por cuarta vez
hoy, a la iglesia. Esta vez lloran a alguien que no debería estar allí, un
chico muy agradable que no alcanzó la mayoría de edad. Entretanto, yo en casa, inquieto.
Imaginando todo el dolor que hoy ha desfilado por ese edificio, no consigo
acordarme del nombre de ni uno solo de los antihistamínicos.
La fallecida que ha pasado por delante de mí
era María, una vecina de las más agradables, a mi hermana y a mí nos tenía un
cariño enorme. Volviendo la vista atrás, recuerdo haberla saludado no hace
mucho en la puerta de su casa, de la que hoy salía por última vez. Me he
quedado alucinando. Igual con el chaval. Aunque lo conocía de poco, hoy me es
difícil asumir que no voy a verlo otra vez bajar por mi calle y saludarme como
acostumbraba. Son cosas que nos recuerdan que los que hoy estamos, mañana podemos
no estar, sin excepción. Nadie se le escapa, tarde o temprano nos encuentra, y
no hay ciencia ni religión que se haya burlado de ella aunque retrasen su
llegada o consuelen a los que la han conocido de cerca. Hace que nuestros
conocidos pasen a ser un bonito recuerdo del pasado, que cuando viene a nuestra
memoria hace que se nos encoja el estómago y nos acordemos de aquello del tempus fugit. Destroza vidas, las de los
que se lleva y las de los que quedan. Comete el crimen perfecto: millones y
millones de años y todavía nadie conoce qué ocurre con los que se lleva. En
días así la muerte nos deja tristes. Si tienes suerte y las campanas no suenan
por uno de los tuyos, todavía puedes reflexionar sobre lo que ocurre, sobre el
hecho de que estamos aquí de paso, sobre el sentido de todo esto; si no tienes
suerte, cuando sales de la espiral de dolor en la que te sume el luto malamente
te acuerdas de lo ocurrido en las exequias.
Y es que, si nos ponemos a relativizar, no somos nada. Por la ventana, veo a más gente de negro
dirigirse a la iglesia (a ver si algún día establecen el funeral civil en este
pueblo). Aún así, en medio de todo, por las nubes aparecen algunos rayitos de sol, y
es que después de una tormenta siempre acaba por llegar la calma. Ellos, los
que se van, quedarán siempre en nuestros corazones; a fin de cuentas las
experiencias que compartimos nos han construido como personas. Y no podemos
hacer más que recordarlos, hoy por hoy es imposible cualquier otra cosa. Los
que quedamos por aquí tenemos que continuar caminando, disfrutar de cada día no
como si fuera el último, sino como si fuera el primero. Cuidarnos y cuidar de
los demás para evitar, en todo lo posible, la llegada de la parca. Y seguir
buscando un sentido a la vida y a nuestra vida, cada uno en lo que quiera: en
las personas, en la ciencia, en las religiones… A fin de cuentas, todos acabaremos
conociendo qué hay después, sin excepción.
Hoy ha sido un día gris. Lo mismo mañana sale el sol.
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