El sol cada vez se muestra más tímido, cada día se deja ver
menos. Se va antes, atardece más temprano. La noche cubre el día. Ya lejos
quedan el verde de la primavera, el canto de los pájaros que alzan sus alas
para fundirse con el azul del cielo. Lejos quedan también las olas del mar, el
calor y la desnudez, ese vientecillo que sopla entre los bañistas en las abarrotadas
playas del verano. La temperatura cae grado a grado, día tras día. Y ese
vientecillo se hace adulto, coge fuerza y arranca una a una las lánguidas hojas
de los árboles igual que el tiempo se lleva con él tantas y tantas vidas. Es
tiempo de naranja y de negro, es hora de recoger la cosecha, de celebrarlo, de
guardarse del frío y la noche hasta que el sol invicto traiga nuevos rayos de
esperanza.
Es un buen momento para bajarse de este tren al que llamamos
vida por unos días, y pensar no tanto en los destinos que están por visitar, en
los sueños e ilusiones de sus pasajeros, en los de uno mismo. Quizás toca mirar
hacia los vagones de cola, más atrás incluso. Mirar allá donde hemos estado y
nunca volveremos a estar. A muchos no les gusta, pero es posible que no
tengamos otra opción. Lo llevamos haciendo desde la noche de nuestra
existencia, desde que éramos poco más que monos y confundíamos ensoñaciones con
muertos que venían a visitarnos en medio de una confusa noche. Desde que los
romanos se postraban ante Pomona, o los celtas echaban el cierre a la
recolección. Desde que el catolicismo, aborreciendo todo lo anterior, lo
maquilló a su gusto y quiso recordar a santos y difuntos por igual. Está en
nuestra naturaleza, esa que olvidamos con tanta frecuencia, la que nos
relaciona más con árboles y tierra que con bloques y farolas.
No hay mejor momento para aprender de aquello dicho y
escrito por nuestros antepasados. De leer una buena novela gótica, de
acongojarse con Becquer y sus Leyendas o
con El Monje de Matthew Lewis. De
rendirse a Loreena McKennit. De pasar un ratito a solas para despejar la mente
de esa cacofónica experiencia que a veces es la rutina. Pasear por las calles,
recordando otros tiempos, los que atestiguan las piedras viejas de esas
antiguas casas que algún día alojaron vida y que hoy sólo albergan sombras y
polvo. Poniendo el oído para escuchar entre el trigo ondulante las voces de los
que ya se han ido, de aquellos que tanto tuvieron que decir y que cambiaron el
mundo que hoy nos pertenece. Dejándonos perder en el incipiente olor a leña,
que nos zambulle en el otoño sin dejar de tener un punto navideño. No se trata
de buscar sentido a algo que no lo tiene, quizás se basa en poner nuestras
ideas en orden, en reafirmarnos en lo que somos, en conocernos mejor. Tampoco
se trata de agarrarse a la depresión, de dejar de creer en la vida. Au contraire. Ahora que hace frío
apreciamos el calor de la familia y los amigos, de los compañeros de trabajo o
estudios, que a veces son también familia y amigos. Agradecemos su compañía, el
que vengan con nosotros en este viaje a ninguna parte. Los que tienen pareja se
recogen el uno en el otro; los que no, soñamos con hacerlo algún día, pronto.
Es cosa de seguir andando aunque se acerque la tormenta.
Ahora que se pone el sol, que se eterniza la noche, lucha
para que su llama no se apague en ti. Bájate del tren un momento, sobre todo si
ves que esa llama se ha ido o quiere apagarse. Y reflexiona acerca de cómo
seguir sonriendo, sobre cómo ser feliz o cómo seguir siéndolo. Alimenta ese sol
y deja que ilumine tu camino en la noche, para que cuando vuelvas a ese tren
brilles más que nunca y quieras comerte el mundo. Recuerda quién eres, de dónde
vienes o de dónde te sientes, porque esa es la pista de despegue hacia tus
objetivos y, a la vez, el lugar que siempre te espera a la vuelta de tus
aventuras. Y cuando sepas quien eres y lo distingas bien de lo que otros quieren
que seas, vuelve a ese tren, pero no a cualquier vagón, si no a aquel donde te
esperan. Sueña, y corre como alma que lleva el demonio para alcanzar esos
sueños. Mira por la ventana los paisajes que van pasando como un suspiro,
recréate en ellos, sean verdes y frondosos o estén abrasados. Disfruta de esta
experiencia, de cada segundo de ella.
Recuerda que no va a durar eternamente.
1 comentario:
Se acerca el invierno...
Muy bonito tu post, Dani. Como siempre, increíblemente poético y visual en tus descripciones. Algo melancólico, eso sí, como supongo que lo requiere la época. Debo reconocer que hay muchas partes que no sé cómo interpretar o cómo aplicarme a mí misma, pero bueno...
Besos y abrazos desde uno de tus anteriores vagones ;D
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